Las relaciones humanas. ¿Mayordomos o esclavos?

Las relaciones personales son complicadas. Encierran en sí mismas lo más hermoso del alma humana -la capacidad de amar y darse-, pero también contienen rincones oscuros de donde puede salir lo peor de cada uno. Así, nuestras relaciones personales pueden ser una antesala del cielo o el mismo infierno. Las relaciones se disfrutan, pero también se sufren. Ello ocurre en todos los ámbitos de la vida: la familia, el matrimonio, la iglesia, el trabajo, incluso con los amigos. Esta es, probablemente, la razón por la cual la Palabra de Dios abunda en instrucciones acerca de cómo relacionarnos con el prójimo. Quizás con la excepción de la salvación, ningún otro tema es tan ampliamente tratado en la Escritura. Dios muestra especial interés en que «hagamos bien a todos y mayormente a los de la familia de la fe» (Gá. 6:10).

La idea de la mayordomía aplicada a las relaciones no aparece en la Palabra de forma tan explícita como en otros temas, por ejemplo en el área del tiempo (Ef. 5:16) o de los dones y talentos (Mt. 25:14-30). No se nos exhorta textualmente a «administrar bien nuestras relaciones»; sin embargo la idea implícita de ser responsables, fieles y muy cuidadosos en todas nuestras relaciones aparece sin cesar. Por ejemplo, no hay ni una sola epístola que no dedique una sección amplísima al tema, con especial mención de Efesios, Colosenses y 1ª de Juan que constituyen un auténtico tratado magistral de mayordomía en las relaciones. En la medida en que el cristiano intenta aplicar estos principios éticos diseñados por Dios, sus relaciones se convertirán en fuente de satisfacción y de gozo: «Mirad cuán bueno y delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía» cantaba el salmista con entusiasmo (Sal. 133:1). Igualmente, cuando el ser humano se aleja de estas instrucciones divinas para la convivencia, las consecuencias son nefastas: rupturas, celos, homicidios y muros de separación que hacen de las relaciones un tormento.

Buscando el equilibrio: la relación con Dios, conmigo mismo y con otros

En la vida hay tres relaciones esenciales de las que debemos ser buenos mayordomos por igual, sin descuidar ninguna de ellas: la relación con Dios, la relación conmigo mismo y la relación con los demás. Las tres son interdependientes y forman como un racimo inseparable. Mi relación con lo demás irá bien en la medida que yo sea capaz de relacionarme bien conmigo mismo. La psicología nos enseña el gran valor de nuestra identidad como base de las relaciones: quien no ha aprendido a relacionarse consigo mismo, encuentra difícil relacionarse con los demás. Muchos problemas de acercamiento, de intimidad, vienen de una identidad defectuosa. No debemos descuidar, por tanto, la mayordomía de nuestra propia persona, el conocido consejo de Pablo a Timoteo «ten cuidado de ti mismo».

Pero la clave radica en nuestra relación con Dios. Las relacines conmigo y con los demás irán bien en la medida en que mi relación con Dios sea adecuada. Este es el orden bíblico y ahí está el secreto de nuestra mayordomía. Cuando se rompe la relación con Dios, como ocurrió en la Caída, arrastra en consecuencia la relación con uno mismo y con los demás.

Dos conclusiones se desprenden de este punto:

  • hemos de buscar un equilibrio adecuado entre las tres relaciones básicas. Vivir para los demás no puede llevarnos a descuidar nuestra persona de forma negligente o nuestra relación con Dios.
  • El origen y sostén de todas nuestras relaciones es Dios. Por ello, «Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican» (Sal. 127:1). Dependemos de los recursos del Espíritu Santo y del amor de Cristo para ser buenos mayordomos

¿Quién es mi prójimo?

Al hablar de la relación con los demás necesitamos delimitar nuestro campo de acción: ¿de quién hemos de ser mayordomos? ¿A quién hemos de cuidar? Si no precisamos la parcela de nuestra mayordomía, podemos perdernos en un campo difuso y enorme de relaciones en las que no tenemos, de hecho, una responsabilidad esencial. En el presente artículo vamos a tratar de las relaciones con el prójimo. El Señor, al resumir los mandamientos, nos delimitó perfectamente nuestra tarea: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Entendemos por prójimo a aquellas personas que están cerca de nosotros por razones afectivas o físicas; la palabra «prójimo» literalmente significa el «próximo», el que está al lado. A veces el prójimo lo es de forma circunstancial, no permanente, como nos enseña la parábola del buen samaritano. No olvidemos que el Señor expuso esta parábola en respuesta justamente a la pregunta «¿quén es mi prójimo?».

Este mandamiento (o resumen de mandamientos) tiene sobre nosotros dos efectos; por un lado, nos libera porque nadie nos pedirá cuentas por «los millones de personas que sufren en el mundo» o «las multitudes que pasan hambre». Pero, al mismo tiempo, tiene un efecto que nos compromete porque sí soy responsable por el que sufre a mi lado o el que pasa hambre junto a mí pues ellos son mi prójimo.

«¿Dónde está tu hermano?» (Gn. 4:9). Con esta pregunta Dios confrontó a Caín tras su espantoso fratricidio. Por su misma naturaleza, toda mayordomía contiene un elemento inevitable de responsabilidad. Éste es el principio que encontramos en el texto de Génesis. Dios le pide cuentas a Caín por su homicidio. «¿Qué has hecho con tu hermano Abel?» Caín no podía lavarse las manos impunemente porque tenía que darle explicaciones a Dios del brutal trato dado a su hermano. Igualmente Dios nos pedirá cuentas a cada uno de nosotros por cómo hemos tratado al prójimo. Nadie puede responder con el cinismo de Caín: «¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?». Sí, todo creyente es guarda de su hermano.

La meta de este escrito es estimular a una mayordomía saludable y equilibrada, fuente de relaciones satisfactorias, no engendrar culpa ni ansiedad por nuestra imperfección y carencias en tan magna tarea. Descansamos en la gracia de Cristo que nos justifica. Reconocemos nuestra impotencia y nuestra debilidad en ésta como en otras áreas de la vida cristiana. Por tanto, en un tema propicio a la frustración hemos de aferrarnos a esta gracia divina que nos libera de falsos sentimientos de culpa y también nos limpia de la culpa auténtica cuando ello haga falta. Sólo así, partiendo de nuestra impotencia humana y nuestra fortaleza en Cristo, podremos disfrutar de uno de los mayores privilegios del ser humano: «ser guarda de su hermano».

Límites y limitaciones: un enfoque realista

¿Cómo podemos ser buenos mayordomos de nuestras relaciones? Ante todo, una buena mayordomía no significa satisfacer todas las demandas y necesidades de mi prójimo. Si no entiendo o no acepto este principio básico y quiero cubrir todas las necesidades que veo a mi alrededor, voy a acabar frustrado y agotado, y dejaré descuidadas otras áreas importantes de la vida.

Ello es así por dos razones: en primer lugar, porque en el campo de las relaciones humanas las necesidades son casi infinitas, nunca se terminan. Aquellos que tienen responsabilidades pastorales en la iglesia o los que trabajan en profesiones asistenciales (sanitarios, maestros, obreros sociales etc.) conocen bien esta realidad: cuanto más haces, tanta más cuenta te das de lo que queda por hacer, de modo que siempre hay algo más que puedes hacer. Nos hará bien recordar que ni siquiera el Señor Jesús, como hombre, fue capaz de satisfacer todas las expectativas de los demás. Con frecuencia le vemos poniendo límites a las demandas de la gente, unas veces apartándose de las multitudes para ir a descansar, otras veces incluso rehusando ayudar cuando ello no entraba dentro del propósito de su ministerio (Mt. 15:21-28).

La segunda razón es que algunas personas -afortunadamente no todas- cuanto más les das, tanto más esperan -o incluso, exigen- de ti. Es un problema de expectativas que a veces puede convertirse en una auténtica carga para quien desea ayudarles porque tales personas acaban sintiéndose como víctimas y hacen sentir a los otros culpables. Por tanto, el primer paso es aceptar nuestras limitaciones y poner límites a nuestra entrega. En este sentido nos ayudará tener una motivación correcta a la hora de «guardar al hermano» y una visión clara de lo que Dios espera del mayordomo. Éstas son nuestras próximas consideraciones.

Mayordomos de Dios, no esclavos de los hombres

El apóstol Pablo nos da un principio muy clarificador. «Así pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo y administradores (mayordomos) de ... Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores que cada uno sea hallado fiel» (1 Co. 4:1-2). El requisito principal, de hecho el único mencionado, de un mayordomo de Dios es la fidelidad. La misma idea se encuentra en el conocido pasaje de la parábola de los talentos cuando el elogio supremo que recibe el mayordomo es: «Bien, buen siervo y fiel, sobre poco has sido fiel...» (Mt. 25:21). Llama la atención que en el texto de 1 Co. 4 Pablo se refiere inmediatamente al escaso valor que la opinión de los demás tiene para él: «Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros» (1 Co. 4:3). Es significativo que tal afirmación se haga justamente en el contexto de una buena mayordomía. El apóstol sabía bien que en el campo de las relaciones lo importante es la opinión de Dios, no la de los hombres.

Ello nos hace volver de nuevo al problema de las expectativas de los demás. Si tenemos claro que nadie nos exige satisfacer todas las demandas posibles y lo que el Señor espera es una actitud fiel, ¿por qué algunos creyentes caen en un activismo frenético y, aún así, sienten que nunca es suficiente lo que hacen en su servicio a los demás? En la mayoría de ocasiones surge de la necesidad de agradar mucho y no decepcionar nunca. Algunas personas viven como un fracaso el tener que decir «no» y temen perder el afecto del otro si no satisfacen todas sus demandas, por excesivas que sean. Sin darse cuenta, enfocan sus relaciones con una motivación equivocada: que tengan un buen concepto de mí. Es lo que llamaríamos la motivación narcisista. Este problema -porque llega a ser un problema- suele darse en personas inseguras, con una autoestima baja, que necesitan constantemente el afecto de los demás en forma de aprobación y de aplauso. De lo contrario se sienten frustrados o culpables.

Como creyentes no cuidamos del prójimo para agradarle ni para que tenga un buen concepto de nosotros. Cuando esto ocurre es agradable, pero es un «efecto colateral», no la meta de nuestras relaciones. Se nos llama a ser mayordomos de Dios, pero no esclavos de los hombres. La motivación central es el amor a Cristo porque es a El a quien servimos (Col. 3:23-24).

«No nos cansemos, pues de hacer el bien;
porque a su tiempo segaremos si no desmayamos.
Asi que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos,
y mayormente a los de la familia de la fe»
(Gá. 6:9-10)

Dr. Pablo Martínez Vila

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